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Anécdotas
1 Feb 2007

"El cuento del Hombre de La Bolsa" por Dante Pena

En la niñez, los límites que nos imponían los mayores, nos resultaban abusivos. Los que se ponían por la lógica de la convivencia familiar, no se discutían. Y los que se podían cuestionar, se imponían por el miedo.
En la larga lista de castigos a los que podíamos ser sometidos, figuraban , entre otros, los que ejecutaban nuestros padres y abuelos. Y cuando el verdugo familiar no quería ensuciarse las manos, se inventaban personajes imaginarios, que, con sólo nombrarlos, nos producían pánico y un inmediato sometimiento a la autoridad del hogar.

Quién carajo era el "Hombre de la Bolsa"?. O "el Monstruo del Placard"?. Alguien soñó alguna vez con bichos nauseabundos que habitaban debajo de las camas?. Quién podía evitar revisar detrás de la cortina de la bañadera, antes de sentarse en el inodoro?. Por qué nos sentíamos observados?. De qué fábulas habían salido estos siniestros personajes?.

De chico reconozco haberme mandado unas cuantas cagadas. Como cuando corté con una hojita de afeitar, todas las sillas nuevas de la cocina. En ese momento me sentí un justiciero. No podía permitir, que por culpa de unas sillas de mierda, los Reyes Magos no hubieran tenido suficiente dinero para comprarme ese camioncito Mercedes Benz de Duravit.

O la vez que me castigaron cuando le prendí fuego a esa pila de diarios del galpón del fondo de mi casa, que siempre olía a humedad. Cuando hacía algún kilombo grande, solían amenazarme con que me iban a dejar encerrado afuera de mi casa por la noche, para que me "llevara el Hombre de la Bolsa".

Sería interesante hacer una encuesta acerca del aspecto de este señor de la bolsa. Como se lo imaginaban ustedes?. Yo lo veía alto, con una larga barba gris. Con ropas harapientas, y el pantalón atado con un piolín de hilo chanchero. Y el infaltable sombrero de ala ancha, un poco roto.

Con estos datos, "mi" hombre de la bolsa, podría clasificarse como un linyera Standard, o Croto de la vía del Ferrocarril Sarmiento. De vez en cuando aparecía alguno. O también podría ser el conductor del carro del botellero que pasaba por el barrio un par de veces por semana.

Pero el tema era "La Bolsa", de este hombre. Debía ser una bolsa enorme, ya que se tenía que llevar a todos los pibes conflictivos del barrio. Además de alguna cosita que se encontrara por ahí, y sus víveres; que seguramente consistían en un sándwich de mortadela, y una botella de vino Talacasto.

A mi este tipo me jodía un montón. No me gustaban ni su aspecto, ni sus intenciones. Pero principalmente su aspecto. Cada vez que aparecía alguien así vestido, para mi era como el Harry Potter de la escuela de los "Hombres de la Bolsa". Con el tiempo comprendí, que a ese tipo se le cuestionaba mas su modo de vestir, que su filosofía de vida. Simplemente era DISTINTO A NOSOTROS. Eso lo hacía irremediablemente "sospechoso". Si alguien se había bebido el vino de la Mona Giménez, ese fue el hombre de la bolsa. Si alguien se había afanado los sifones o las botellas de leche de la puerta, ese había sido el hombre de la bolsa. Si alguien había meado en la puerta de alguna casa del barrio…seguro que no había sido un hincha de Deportivo Morón medio en pedo…sino el pobre hombre de la bolsa.

Este señor era para los padres mas efectivo que el aceite de ricino para la generación de nuestros abuelos. Había, sin embargo, una variante: El… "Si te portás mal, te van a llevar los gitanos". Pero esa era una historia mas de la Capital Federal. Por mi barrio, el capo, era el señor de la barba gris.

Si te pegabas un porrazo, nunca faltaba la torturadora frase de mi abuela Dora: "ahora, por ahí donde te lastimaste, se te van a salir las tripas"….En fin. Ser pibe en mi época, era una continua amenaza de personajillos extrafamiliares. Seres despreciables, diferentes en todo sentido a los que se "portaban bien". Y dignos del mas absoluto desprecio y temor.

Puede que haya sido una casualidad, pero jamás ví a un croto borracho. Ni a un botellero drogado. Ni a un gitano robando bebés. Sin embargo, años después, supe de la existencia de respetables padres de familia alcoholizados, famosos de la farándula con sobredosis de cocaína, y señores uniformados y de doble apellido que se agenciaban hermosos bebés rubios, cuyos padres desaparecían misteriosamente y andaban caminando por Europa, entre 1976 y 1983. Claro, estos podían ser nuestros vecinos. Así que era mas conveniente cargarle el muerto al tipo que no encajaba en el molde social de clase media de mi barrio.

El Hombre de la bolsa tenia un Alter Ego. Quien era?. Pues Papá Noel. Ese también tenía una bolsa enorme. Tenía barba, y sombrero. Era viejo y también iba vestido de manera diferente. Pero Papá Noel era todo bondad y ternura... Tenía un carro como el del botellero, (perdón, un trineo), pero tirado por un montón de nórdicos renos. Vestía de colorinches como los gitanos, pero era tranquilizador saber que si bien se te colaba en la casa como un chorro, te iba a dejar algo en el arbolito de navidad, y no a llevarse el reloj cucú del abuelo.

Papá Noel era tan divino... Era simple: Venía del Norte, vió, señora? En Agosto de 2005, en mi último viaje a Argentina, el auge de los cartoneros en la ciudad de Buenos Aires era notorio. Para mí fue un shock. Estaba a caballo entre Castelar y el departamento que me habían prestado en Palermo. Y cada noche,podía observar como cientos de familias recorrían las calles de las ciudad, al compás de las ruedas de un carrito cargado de bolsas, papel de diario, y cajas de cartón. Debo confesar que sentía temor. Me sentía absolutamente extraño. Un extrajero en mi propia ciudad. Ahí reparé en la cantidad de años que llevaba fuera de mi país. Y los increíbles e inexplicables cambios sociales que se habían llevado a cabo, como parte de un plan matemáticamente cruel.

Evitaba viajar en tren o colectivo. Abusaba de remises y furgonetas que hacían el recorrido Palermo-Castelar, todos los días. Agarraba mi mochila con las dos manos cada vez que me cruzaba con algún changuito de pelo encrespado, mientras el pobre pibe abría las bolsas de basura, en busca de algo que aún tuviera valor.

Una noche, después de tomar café con un par de amigos, me dí cuenta que se me había pasado la hora de la última furgoneta que salía para Castelar. Me fui a una remisería. Era inútil. No había ni un maldito coche disponible. Llamé por teléfono a mi hermano Gonzalo, que había viajado conmigo desde Madrid. Él había alquilado un coche, en lugar de pagar fortunas en remises… Pues tampoco. Estaba con la familia de mi cuñada, así que nadie podía llevarme a mi barrio. Tomé un colectivo hasta Once. Le pregunté al colectivero como mierda se usaban las maquinitas expendedoras de boletos, y me miró como si yo fuera un marciano.

Al bajar en Plaza Miserere, noté que las obras de reacondicionamiento de la estación eran la escenografía perfecta para los actores de la obra de teatro que se vivía en los andenes, cada día.

Saqué un boleto. El marcador de la salida de los trenes estaba roto. Dos trenes esperaban salir hacia la zona Oeste, uno en cada extremo de la estación. Uno de ellos era normal, dentro de la decrepitud de los vagones de cuarenta y tantos años de antigüedad. El aspecto del segundo tren era decididamente sobrecogedor. Carecía de cristales en las ventanas. Trozos de fierros soldados por el lado de afuera, sellaban la mayoría de ellas. Algunas estaban directamente tapadas con las persianas de chapa originales del tren. No tenía casi asientos.

El primer tren estaba casi repleto. El segundo, el que mas que un tren parecía una fantasmagórica atracción de kermese, estaba totalmente vacío. Apunté a este último. Quería comprobar con mis ojos, que tal medio de transporte existía. Y crucé como en mis épocas de secundaria, saltando a las vías, para llegar primero. Me metí en el primer vagón. Había algunos asientos rotos, pero la mayoría faltaban o estaban sin respaldo. A los pocos minutos, desde el final del andén se sintió como si se hubiera largado un malón, al mejor estilo de algún cacique patagónico del siglo XlX.

Por puertas y ventanas entraban personas cargando bolsas y bicicletas, carros y cajas. En un momento se llenó de fotocopias exactas de todos los familiares de mi querido y tan lejano "Hombre de la Bolsa". Supongo que mi cara era como la que ponían las personas que entraban en la casa de "Los Locos Adams". Y que por esa causa, un tipo de unos sesenta y tantos se me acercó, y me dijo: "Chabón, me parece que te equivocaste de tren". Algunos días después supe que a eso le llamaban "tren blanco", y que era el tren de los cartoneros, que volvían a sus hogares. Salí al andén. Un policía, con una conmovedora suavidad, me invitó a cambiar de tren. Me puso una mano en el hombro, y me acompaño hasta la salida. Sus compañeros, utilizando otro tipo de palabras, tal vez un poco mas agresivas, apuraban a los que cargaban carros en los últimos vagones del convoy.

Quiero creer que me trataron así por que iba bien vestido. O porque mis zapatillas eran Nike, o tal vez por que llevaba un reproductor de MP4 colgado del cuello. Pero me sorprendió la cortesía del cana.

Cuando me apretujé en el otro tren, creo haber sentido, por un segundo, lo que debió haber sentido el pobre linyera de mis años felices en Castelar. ¡Dios mío, cuantos hombres de la bolsa había visto en un ratito!!!.

Algún día me interesaré por las estadísticas de robos y atracos en esos "trenes blancos". Alguno habrá, en ellos, con malas intenciones. Pero sospecho que la cantidad de ilícitos, resultarían sensiblemente inferiores a la de los trenes de la "gente respetable". No sé. Es mi humilde opinión. La forma de ver las cosas de un tipo que con los deditos de sus manos, supo contar a las personas que habían sido transformadas en "Hombres de la Bolsa", por culpa de otras, que a la vista de todos, eran personas "decentes".

Desde Madrid. Vestido de Croto. Los saluda:

Dante.

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